Ponte en sus zapatos

Metro

Uno, otro, uno, otro, uno… toques y toques apresurados, atinando al aire, para poder entrar. ¡Demasiado tarde! Con el pitido el bastón queda enganchado. Alguien corre para intentar forzar la puerta; desde la oscuridad su voz serena y calma – como de quien está habituado a estos incidentes- dice sin alterarse: “No pasa nada”. Una vez más surge la impotencia ante la ausencia de luz devorada por el estruendoso ruido  y las prisas de algo que parece inmensamente más potente que un palo de ciego.

Nos quedamos todos paralizados en el andén, un tanto atónitos, un tanto furiosos, y con un mucho de su misma impotencia. Un gran signo de interrogación explotó en los siguientes instantes: “¿Es que el conductor no ha podido ver desde el espejo el palo de ciego desesperado buscando la puerta para subir al tren?” Quizás sí. Quizás no. Pero más fuerte que la ráfaga de aire que dejó el último vagón al pasar, más fuerte que la velocidad en marchar, más fuerte que la estela que dejaban las desdibujadas ventanillas, la solidaridad. Solidaridad unánime con aquel bastón ya inmóvil después de todos los esfuerzos, toques apresurados que buscaban una puerta para entrar… Palabras, que probablemente ni escuchó; poco más, pero solidaridad… ¿Cuántas veces lo habría intentado ya? ¿Cuántas veces más le faltaban aún antes de subir?

Seguramente no sería la primera vez que sentía aquella sensación de quedarse en el andén sin poder coger el tren de la vida.

Y poco a poco todos nos fuimos marchando. Él continuó ahí, quién sabe cuánto tiempo más, esperando. Y sólo siento que tampoco supe ponerme en sus zapatos, quizás sea demasiado difícil atinar al aire con uno, otro, uno, otro, uno… sólo tocando, sin ver.

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